Reseña:
Ochenta años antes de que Semilleros se volviera la caricia conmovedora que es, la escritora italiana Natalia Ginzburg explicó esa conmoción. «La memoria es amorosa y no es nunca casual. Ahonda sus raíces en nuestra propia vida y por ello su elección no es nunca casual sino siempre apasionada e imperiosa», narró en El camino que va a la ciudad, una colección de páginas en la que evidencia, entre otras cuestiones, que mirar para atrás es una manera gloriosa de mirar para adelante. Esa idea resulta tan certera y tan necesaria que lo abarca todo: al libro de Ginzburg, sin nada de fútbol y alumbrado en el tiempo horrible del fascismo en el que la única victoria cotidiana consistía en resistir, y a Semilleros, este libro parido al hervor de una serie de partidos felices a través de los que los dramas cotidianos quedaron en suspenso y la victoria entre las victorias fue ser campeones del mundo. De nuevo: qué impresionante idea. Con la humanidad hecha cenizas o con la humanidad hecha fiestas, en las raíces, en esas raíces de memoria amorosa de las que habla Ginzburg, está la vida.
Porque Semilleros constituye, sin vueltas, al pecho y a los ángulos, una celebración de las raíces.
O, con más detalle, un libro que certifica que ser campeones del mundo, que conseguirlo con el fútbol y con la camiseta argentina, que disfrutarlo en la distante Qatar y en el medio de una cultura desfutbolizada o a la vuelta de casa con el barrio transformado en júbilo, representa una posibilidad que se dió pero podría no haber sido. Lo que es, lo que siempre es, lo que explica tener el sueño de ser campeones del mundo, amasar ese sueño, amasarlo y tornarlo individual y colectivo, imposible pero posible, increíble pero creíble, reside en un espacio hasta más fuerte y más decisivo que ser campeones del mundo: el origen. En la Argentina, un país reconocible que no sería ese país si faltaran los clubes, un país querible y falible que acaso sería menos querible y seguro sería más falible sin los clubes, los clubes son el origen, la raíz, la memoria amorosa a la que refiere Ginzburg, lo que persiste cuando hay consagraciones y cuando no las hay.
Clubes, raíces, el argumento sin notoriedad que habita detrás de las notoriedades, los ladrillos a veces hasta despintados y de brillos ausentes que no surgen a la vista cuando un crack alza la copa más relumbrante: Semilleros es el relato, historia por historia, campeón por campeón, camino por camino, aire por aire, de lo profundo, de lo que no ocupa la superficie, de lo anónimo que desemboca en lo público, de lo que pasa en todas las jornadas y quizás termine en una jornada esporádica y estremecedora de vuelta olímpica y mundial. En ese relato, en la suma de relatos que conforman el relato global que es esta obra, palpita lo que se cuenta menos que todo y vale más que cualquier otra cosa: la marca de nacimiento, la pertenencia, la identidad, el fútbol (y más que el fútbol) en su zona de menos industria y de menos contaminaciones, en el planeta de la infancia que cobija la suerte diaria de ser campeones del mundo inclusive antes de ser campeones del mundo.
Es eso. Eso que el poeta argentino Francisco Luis Bernárdez versificó hasta que alguien lo convirtió en reiteración o en póster: «Porque lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado». Eso: los clubes. Eso: una construcción donde ser con otros y con otras. Eso: una comprobación de que el fútbol alberga azares pero no viene de un repollo sino de un proceso cultural y político que en la Argentina posee variables muy propias desde hace más de un siglo. Eso: la trama que Reinaldo Yiso mutó a tango en «El sueño del pibe» para que lo entonaran las gargantas más bellas y hasta Diego Maradona pero que no es el sueño solitario de un pibe solitario sino el sueño de un pibe que sueña pegado a otros pibes que sueñan el mismo sueño. Eso: lo que ocurra mañana lo mostrará el mañana pero en el ayer y en el hoy, en el ayer y en el hoy de un país al sur de los planisferios y en el centro del deporte encaramado en el centro de todo, salir campeón o salir cualquier cosa pero con ganas de ser campeón fue y es algo con punto de partida en los clubes más chiquitos.
Porque Semilleros constituye, sin vueltas, al pecho y a los ángulos, una celebración de las raíces.
O, con más detalle, un libro que certifica que ser campeones del mundo, que conseguirlo con el fútbol y con la camiseta argentina, que disfrutarlo en la distante Qatar y en el medio de una cultura desfutbolizada o a la vuelta de casa con el barrio transformado en júbilo, representa una posibilidad que se dió pero podría no haber sido. Lo que es, lo que siempre es, lo que explica tener el sueño de ser campeones del mundo, amasar ese sueño, amasarlo y tornarlo individual y colectivo, imposible pero posible, increíble pero creíble, reside en un espacio hasta más fuerte y más decisivo que ser campeones del mundo: el origen. En la Argentina, un país reconocible que no sería ese país si faltaran los clubes, un país querible y falible que acaso sería menos querible y seguro sería más falible sin los clubes, los clubes son el origen, la raíz, la memoria amorosa a la que refiere Ginzburg, lo que persiste cuando hay consagraciones y cuando no las hay.
Clubes, raíces, el argumento sin notoriedad que habita detrás de las notoriedades, los ladrillos a veces hasta despintados y de brillos ausentes que no surgen a la vista cuando un crack alza la copa más relumbrante: Semilleros es el relato, historia por historia, campeón por campeón, camino por camino, aire por aire, de lo profundo, de lo que no ocupa la superficie, de lo anónimo que desemboca en lo público, de lo que pasa en todas las jornadas y quizás termine en una jornada esporádica y estremecedora de vuelta olímpica y mundial. En ese relato, en la suma de relatos que conforman el relato global que es esta obra, palpita lo que se cuenta menos que todo y vale más que cualquier otra cosa: la marca de nacimiento, la pertenencia, la identidad, el fútbol (y más que el fútbol) en su zona de menos industria y de menos contaminaciones, en el planeta de la infancia que cobija la suerte diaria de ser campeones del mundo inclusive antes de ser campeones del mundo.
Es eso. Eso que el poeta argentino Francisco Luis Bernárdez versificó hasta que alguien lo convirtió en reiteración o en póster: «Porque lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado». Eso: los clubes. Eso: una construcción donde ser con otros y con otras. Eso: una comprobación de que el fútbol alberga azares pero no viene de un repollo sino de un proceso cultural y político que en la Argentina posee variables muy propias desde hace más de un siglo. Eso: la trama que Reinaldo Yiso mutó a tango en «El sueño del pibe» para que lo entonaran las gargantas más bellas y hasta Diego Maradona pero que no es el sueño solitario de un pibe solitario sino el sueño de un pibe que sueña pegado a otros pibes que sueñan el mismo sueño. Eso: lo que ocurra mañana lo mostrará el mañana pero en el ayer y en el hoy, en el ayer y en el hoy de un país al sur de los planisferios y en el centro del deporte encaramado en el centro de todo, salir campeón o salir cualquier cosa pero con ganas de ser campeón fue y es algo con punto de partida en los clubes más chiquitos.